9/18/2020

Un flâneur en plena casa


 

    Ya sabes, es un término que en francés da cuenta del hecho de pasear. Pero no un paseo cualquiera sino todo lo contrario: sales a la calle y ésta se transforma en el Jardín del Edén a propósito de contemplar, de descubrir a cada paso y cada cuadra el escenario cambiante de una urbe que descifras, asimilas y disfrutas con renovado asombro e intención.

    El confinamiento ha hecho de las suyas. Jamás hubiera sospechado que nos tocaría vivir como peces en acuario durante un tiempo que va siendo demasiado. Del teletrabajo a la literatura, de la novela de Roth a la ventana, de la ventana al gabinete donde está la cafetera, de la cafetera a la taza y al sillón, del sillón a darle vueltas a cuanto sueño nunca se te habría ocurrido, y así.

    Hasta que me convertí en lo que soy hoy: flâneur en plena cuarentena.  Ni un teórico como Walter Benjamin, que escribió un tratado peliagudo sobre la cuestión, ni el bueno de Baudelaire, especialista en vagar por las aceras, ni Georg Simmel, alemán que rebanó sus sesos para dar en el clavo y exorcizar la magia de la flânerie, ninguno, en lo absoluto ninguno consideró que el asunto podría también llevarse a cabo de la calle para acá, es decir, puertas adentro y con la carga intacta de hallazgos semiológicos, de códigos despanzurrados, de simplicidad contemplativa en función de ciertas caminatas que te da por emprender en días normales y a una hora cualquiera.

    Entonces, de pronto estos espacios terminaron por abrirse, por verse de frente con la esponja que voy siendo entre puestas en escena de lo más pintorescas, fabulosas sin duda, incluso muy próximas a lo que entiendo por una caricia. El encierro como lomo de gato listo para el mimo, la mano que eres tú deslizándose sobre el pelaje sumergido en ronroneos.

    Como paseante en bulevar ando por las zonas de la casa: alguna callejuela o la vereda que te lleva a ningún sitio, algún pasadizo que termina en algo no pensado, lugares que miras otra vez con los ojos hartos de sorpresa.  El placer de deambular te coge por el cuello, te retuerce y ahí están: nuevos colores, nuevas sensaciones, un olor a madreselva que ni en el reino de lo onírico llegaste a vislumbrar. La sala de mi casa es una sala y es un puñado de otras cosas. La sala de mi casa guarda en las entrañas cierto parecido con ciudades medievales, un todo prefijado por murallas, por ventanas como torres, por paredes límite de una geografía bien cartografiada. Y una puerta principal que asimismo es puente levadizo.

    El Medioevo transita hacia lo contemporáneo gracias al pasillo semiiluminado que lleva a la cocina. Una cocina que se respete es el non plus ultra de la modernidad, con máquinas llenas de interruptores, aparatos que baten, trituran o muelen, amasijos de hierro capaces de colar café, escupir un macciato, tener lista en segundos la papilla para el nene y arrojar hielo en cubitos.

    Pasear por la casa es darse un encontronazo con cuanto no tuviste entre tus planes. Apoltronado, enciendes el tabaco mientras yaces sobre el asiento principal del baño y luego, finalizado el rito de la transferencia, caminas como si nada por la senda que te deposita en una habitación contigua. Ahí respiras a gusto, contemplas a placer, redescubres el lazo invisible que une la cama, la almohada, el sueño y las profundidades del yo con el cuadro surrealista que luce en las paredes de la sala.

    Sigues, abandonas esa estancia para abalanzarte a la despensa, un depósito en el que objetos abrazados con las telarañas -una silla ahora inservible, un reloj cucú desvencijado- juegan al gato y al ratón con la memoria. El paisaje renovado de rincones, muebles, plantas y sofás hace las veces de urbe contenida en cien metros cuadrados. Eres un paseante y marcas tus pisadas en el viaje al fondo de tantas botellas viejas. Pelas la cebolla y allá en el centro reapareces con la cara muy lavada, con esa expresión lela de quien va a lomo de unicornios, serendipias, caminante sin brújula por los resquicios del hogar.

    “Salir cuando nada te obliga y seguir tu inspiración, como si el solo hecho de torcer a derecha o a izquierda fuera en sí mismo un acto esencialmente poético”, escribió Walter Benjamin. Y eso haces, de la sala al baño y de ahí hasta la cocina, pasando por tu habitación, recorres la ciudad, cuatro paredes y un techo donde llora el crío, suena el timbre, duerme el perro encima del cojín mientras tú, feliz y emocionado, creas un universo paralelo.

8/28/2020

El dulce encanto de lo cotidiano



    Tengo la impresión de que esa cosa llamada realidad a veces nos pone de cabeza. Muchos creen que lo extraño o lo insólito, situaciones cargadas de pólvora que terminan  haciendo  bum por el  lado  más flaco, sólo ocurren cada tantos años.

    Jejeje, y se equivocan, por supuesto. Juro y rejuro que este mundo posee menos compartimentos estancos de los que te imaginas. Lo uno y lo otro viven abrazados, besuqueándose a plena luz del día y allá tú si esperas la noche, sus embrujos, sus mitos o sus sombras para darte de bruces con lo inesperado.

    En lo que a mí respecta -como diría un señor muy serio y para remate rascándose las barbas y enarcando mucho las cejas- soy la abstención completa en tales menesteres. Traducido a mi lengua: conmigo no cuenten para eso. A diario lo más raro del universo cabe entero por la hendija de lo cotidiano, de modo que olvídate de lo demás: a mediodía, a cualquier hora de la tarde o mientras disfrutas del café luego del almuerzo ahí está, la caja de Pandora libera sus aromas, suelta sus demonios, entra de cabeza -por puerta principal o por ventanas- a la sala y se acomoda sin vergüenza en el sofá frente a la tele. Dime tú qué le vamos a hacer.

    De niño tenía la seguridad de que la vida era un gigantesco plató de filmación. Cuanto hacías o dejabas de hacer siempre iba a parar al lente de una Sony, manejado con habilidad por el Fellini de turno, así que vivir consistía en sumergirse hasta las narices en una película sin fin. Después me dio por pensar que en la calle todo automóvil implicaba la versión menos humana de ciertos personajes conocidos. Mirar de frente al Ford Fairlane 78 impresionaba por el parecido con el tío Francisco. El parachoques, los focos, la cara del Fiat Superfiorino del 80 expresaba el vivo retrato del primo Edgar, y así. 

    Más adelante, quizás a los once o doce años, gocé encontrando a mis actrices favoritas. No me lo creerás pero en la calle Miranda de Upata, justo a media cuadra de la plaza, topé de frente con Ursula Andress. En cierto punto del mercado, por la esquina de la Ayacucho, noté que caminaba hacia mí nada menos que Uschi Digard, con sus piernas de infarto, culpable de sueños eróticos a diario. Y sólo para darles otro ejemplo, en plena adolescencia me divertí hasta lo indecible sentado en algún banco y mirando los zapatos de algunos caminantes. Imaginaba el rostro de la joven, del chiquillo andando con su madre o de ese anciano que lucía bastón, anteojos y mocasines brillantes y de trenzas. Al cerrar los ojos y soñar fisonomías, y luego abrirlos, tenía enfrente la cara que daba por exacta mi elección. Créeme que todavía hoy experimento asuntos similares pero no, qué va, olvídate de que los cuente aquí.

    Hay escritores, pongo por caso, que se dicen hacedores de historias sobrenaturales. Bien por ellos. A mí me parece un disparate semejante afirmación, sobre todo cuando la rutina, esa señora desdentada tan llena de bostezos para tantos, en verdad acaba por obsequiarte una patada en la nariz.  Leía el otro día a Juan José Millás y como liebre saltó a la palma de mi mano una frase que fue bala en el centro de la diana: “existen autores que buscan la puerta de lo fantástico. Yo busco la puerta de la realidad”. Entonces dije hay que ver, mira a este individuo que anda por ahí con muchísimo en común contigo, y qué bueno y qué divertido sería convidarlo a un café, a una cerveza o lo que sea, mientras enciendes tu tabaco y charlan de lo que les dé la gana.

    Aquí, sentado en esta mesa que da al fondo de una terraza adornada con calefactores llamativos y macetas de flores apiñadas, distingo a un hombre embutido en sobretodo negro. Lleva lentes, hojea el periódico, usa bufanda gris y observo un libro -no alcanzo a leer cuál- a un lado de su taza. Juan José Millás goza tanto de la tarde como yo.

8/14/2020

El café de Jaramillo

 

    Como les he contado antes, me gusta sentarme en los cafés a contemplar, a ver pasar la vida. En ellos pienso, escribo, leo, y a lo largo de los años terminé siendo fiel a algunos pocos.

    En Upata, Puerto Ordaz o Caracas hice de cuatro o cinco  ese lugar al que llegas, tomas asiento, enciendes tu tabaco y las cosas empiezan a perfilarse de otro modo. En París hubo uno, Terrasse 17, donde acudía todas las noches a leer en una mesa con dibujos surrealistas de lo más llamativos. En Quito tengo unos cuantos que no cambio por nada a estas alturas.

    Pero ninguno como el café de Jaramillo, en la entrañable Mérida. Viví los años universitarios en esa ciudad, que también fue un hogar -no cualquiera merece el sustantivo-. En la avenida 4, en pleno centro y a media cuadra de la plaza, el café de Jaramillo apenas se distinguía. Mínimo, sin aviso que lo identificara, sólo si mirabas hacia adentro por la única puerta de entrada y de salida te percatabas del asunto. Café de tres metros por cuatro, par de mesas, barra humilde e iluminación precaria.

    Ahí, en el pasillo formado entre aquella barra y la pared de fondo hallabas de pie a Jaramillo. Hombre de mundo afincado en una Mérida que lo atrapó por su belleza, conversador, cascarrabias, lanzaba improperios cada diez minutos a fiscales de tránsito que hacían sonar sus pitos desde la  vereda. En uno de sus extremos, sobre la barra, la máquina para el café daba cuenta del espacio como una extraña nave sideral. Era una Gaggia viejísima que en aquellos tiempos debió tener más de cuarenta años y vomitaba sin pudor el peor café sobre la faz de la Tierra. Pero qué importaba eso, el café de Jaramillo era mágico por donde lo vieras y al poner tus zapatos en él accedías a otra dimensión. Todo ayudaba en un escenario de película: el aroma del grano molido, la estampa literaria del dueño -como salido de un cuento de Cortázar-, los afiches, cuadros, avisos publicitarios en las paredes y la Gaggia, rodeada de un vapor que jamás se disipaba. En fin.

    Cada tarde acabé yendo a ese lugar fantasmagórico por el sencillo placer de conversar con aquel hombre y verlo metamorfosearse en mil individuos diferentes. Gentleman cuando los interlocutores daban para ello, viejo de muy malas pulgas si quienes pedían una Pepsi eran colegiales alborotadores, galán piropero en medio de señoras de buen ver, y así. El café intragable del monstruo sobre la barra apenas era un mal menor porque Jaramillo pasó a ser la parada necesaria a las cinco de la tarde. En sus mesas polvorientas escuché, presencié, tuve frente a mis narices el teatro de lo más genuino multiplicado por cien.

    A un lado el Santa Rosa, amplio y cómodo, entraba de lleno en el imaginario de lo que entendemos por el típico establecimiento de un café venezolano. Muchas veces, mientras pasaba frente a él, vi a Ednodio Quintero íngrimo y solo, con su taza y su cigarro y su rostro hundido en pensamientos quizás soñando un cuento. Si caminabas algunos metros hacia la plaza y atravesabas la calle, te dabas de bruces con el Rodos, éste sí, café pomposo con terraza y pretensiones que para entonces poco llamaban mi atención.

    Cuando terminé los estudios dejé Mérida y por cuestiones académicas regresé ocho años después. Llegué a un congreso en el Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad de Los Andes, espacio al que aparte de lo profesional me unían afectos muy profundos. La ciudad que me había marcado desde mil horizontes continuaba ahí, cálida y hermosa, lista para saborearla como lo había hecho tanto tiempo atrás. Vagué por la avenida 4, busqué con ansias el café de Jaramillo como si nunca me hubiera ido, como si aún el estudiante que fui, mochila al hombro, se dirigiera una tarde cualquiera a ese recinto novelesco. El Rodos lucía igual, el Santa Rosa permanecía en su sitio y el café de Jaramillo, cerrado ahora, dejaba ver un anuncio comercial sobre el marco de la puerta. Era una tienda de pantaletas, sostenes, perfumes baratos y bisutería. Estuve contemplando un rato, volvieron los recuerdos, entonces seguí mi camino. Había acabado un mito.

8/07/2020

Borges y yo

     Una biblioteca es ese espacio donde los amigos se reúnen para decir. Los amigos son los libros y tú, claro está, de modo que hay de todo: solemnes personajes tapa dura con letras doradas en el lomo, humildes individuos salidos de ediciones de bolsillo o apolillados ejemplares de segunda mano.

    Cada quien con su  cada cual, toda obra se abre camino en función de lo que guarda en las alforjas. Llegan a ti, también tú te aproximas a ellas, hasta que en algún momento ocurre la alianza, sello de fuego en honor a guiños establecidos, complicidades poco a poco forjadas y gustos compartidos sobre esto, aquello o lo otro.

    Mis libros ganaron presencia gracias al forcejeo que llevamos a cabo, pulseada de camioneros donde lo importante es descubrir si vales o no la pena para el otro. Mientras Diálogos de conversos, por ejemplo, se empeña en imponer sus postulados, o El olor de la guayaba dice lo que le dé la gana, por llevarles la contraria me planto en la línea de enfrente, al otro lado de la acera, y así el toma y dame cobra carnadura. Ojos morados, dientes volando por los aires, magulladuras y raspones, cualquier cosa puede suceder. Él dice A, yo digo B, hasta que quizás termino por devolverlo a su anaquel y ya, y no pasa nada, y otro día, el menos esperado, como si los astros de pronto coincidieran para que la constelación exista, ocurre el milagro: teníamos que conectarnos, y nos conectamos; teníamos que ser mano que entra con suavidad en el guante, y es lo que se cumple; había que transformarse en lomo de gato listo para la caricia y la acción se desarrolla a la medida.

    Porque cada libro tiene su tiempo para ser leído, alzo la vista y lo noto. Toda una vida en esa tabla donde reposa junto a Lección del maestro -Henry James siempre hace de las suyas- y La metamorfosis, no me animo todavía a abrirlo, a echarme entre sus hojas. Entonces de golpe siento, no me preguntes cómo ni por qué, que llegó la hora, que es el instante preciso, y golosamente devoro cada letra, cada página, cada hecho de la trama, y el júbilo colma y se desparrama y brinco y canto como lo que soy, duende o niño encantado por el más perfecto acto de magia.

    En mi biblioteca caben todos los momentos, todas las historias. Quizás por eso en semejante punto sé que el mañana es ayer y el hoy se cuela por la retina de un ojo que sólo contempla, asombrado, un mundo sin minuteros donde para qué diablos  los relojes. Si los fantasmas existen ocupan la morada sembrada de volúmenes que cualquier biblioteca digna de ese nombre es capaz de llevar en sus profundidades. Espíritus de escribidores, fantasmas de ideas que de a poco fueron convirtiéndose en historias, espectros de versos, églogas o cantos donde la Ilíada y Homero, pongo por caso, miran de reojo cada noche.

    Leo en mi sillón y de repente salto como liebre. Escribe Jacques Bonnet que “los libros no sólo permitían sanas escapadas de la realidad sino que contenían también herramientas que ayudaban a descifrarla”. Es decir, huir del espacio que te asfixia y a la vez dar cuenta del modo como hacerle frente, hurgándolo para adivinarlo. Menuda realidad. Entonces esperas lo que ciertos ejemplares únicos pueden regalarte, si llegas al momento y a la hora. ¿Tu obsequio?, llaves para continuar abriendo puertas.

    De las bibliotecas busco y procuro la paz que siempre encuentro en ellas. Entre un libro y yo funciona el justo mecanismo cuyo derivado es la alegría. Razón tuvo otra vez Jorge Luis Borges, para quien -cito de memoria- lo anterior se traduce en nada menos que una de las formas de la felicidad.

7/31/2020

Las tapas de los libros


    Ya sabemos que cada cabeza es un mundo, y los libros también. Me acostumbré a observarlos como a gemas, objetos preciosos envueltos por un aire de misterio que siempre acaba fascinando. Lo cierto es que, pongo por caso, suelo entrar a las bibliotecas como quien se pasea por joyerías, de modo que ahí están, relucientes en sus estantes, tentadores no sólo por lo que cuentan sino por el enigma que los atraviesa.

    Hará una punta de años que los imagino así, ideas de todos los pelajes apretujadas entre solapas, lomos y demás, con una carga adicional que vaya uno a saber qué diablos es. Menuda forma de embellecer cuanto sale de neuronas y meninges, allá en el fondo de ciertos seres que llamamos escritores. ¿Tú has visto?, cofre y joya metidos de cabeza en el Paraíso de librerías y otros encantamientos. Razón tenía el señor Borges, para quien la felicidad engordaba en tales sitios.

    Pues nada, que una tapa bien ejecutada es bomba de neutrones en pleno centro del peor gusto. Hay portadas que dicen más de lo posible, superan con creces aquello expresado entre un puñado de hojas. Las hay también cargadas de esperanza -al verlas sientes un golpe seco de confianza en la nariz-. Y existen otras egoístas que pretenden llevarse la magia y sus alrededores sólo ellas, mientras el pobre lomo -el lomo puede ser todo él un lujo de portada-, digo, mientras el pobre lomo va a un olvido de lo más injusto, hostigado por tapa y contratapa.

    Una buena portada implica sendero cuyo punto de fuga supone el regalo de los dioses, especie de guía material y espiritual que es pieza de arte, sensibilidad a flor de piel, pedazo de historia capaz de contener a esa otra que comienza en la primera página. Y claro, las hay atribuladas, luctuosas, compungidas, apenas intentos en el resbaladizo aquí y ahora de una tapa de libro que se respete. Mediocridad aparte, encuentras asimismo las inexpresivas, las insípidas, cuando su objetivo es clavarse en la retina, permanecer ahí, obsequiar moretones y magulladuras entre sacudidas, temblores y tumultos.

    Confieso que las he hallado justo cuando más lo necesité. No sé tú, pero mirarlas sobre el escritorio o contemplar lomos apretujados en los anaqueles del estudio se transforma en experiencia casi mística que guarda en las entrañas curaciones inmediatas, efectos inefables, realidades de otro cuño sin la intervención de analgésicos, ungüentos o jarabes.  Una tapa de libro es eso: dardo clavado entre sístoles y diástoles para desplegar verdades más allá de las ventanas.

    Entre tapa y contratapa se cuela la memoria como en un fondo marino. Ahí te ves, años atrás o en el presente que te engulle. Ahí tienes tu reflejo y allá tú y lo que decidas, pero entre la solapa de un libro y el resumen de la contracara vives como jamás lo imaginaste, y estás y esperas que ese otro, allá afuera, extienda el brazo para darse de bruces con el hombre que ahora eres.

7/24/2020

El arte de ser lector correcto


    Hay quienes compran libros por moda, por las carátulas o por el simple goce de leer. Tengo un primo que cumple con lo anterior y un poco más.
    A ver, el hombre es un lector consumado -todo hay que decirlo-. Me agrada visitarlo, o encontrarlo en un café y disfrutar de su sapiencia. Se trata de un versado no sólo en obras literarias sino en el celofán que las envuelve, es decir, flashes, tintineos de copas y la crème de la crème alrededor. El “contexto”, como diría algún crítico enarcando las cejas.
    De modo que entre un macchiato y un cigarrillo suelta el último chisme del mundillo en cuestión. Mientras pide la cuenta y se acomoda la bufanda para irnos, en un chasquido torpedea la mala leche que infecta a escritores, academia, canon y vedettes. Y así. Me gusta escucharlo, la paso bien entre el comentario genial sobre los cuentos de Monzó, pongo por caso, y uno que otro escupitajo hecho bilis contra, según afirma, los rastrojos del ambiente literario en nuestros días. Fuego de artificio con mira telescópica.
    Pero decía arriba que mi primo compra libros por varias razones, y la principal, la que más llama mi atención, obedece a cierta costumbre tan extraña como alucinante. Mi primo lee novelas, relatos e incluso poemas porque se sabe personaje en todos ellos. Jura que es capaz de  albergar esas piezas tan ajenas a su mundo y circunstancias y está convencido de que encarna el espíritu de cuanto sin su intervención apenas pasaría de la hoja impresa, la imaginación sin más o el puro intelecto transformado en arte.
    Con cada obra que despacha vive de inmediato la trama que el autor perpetra. Lleno de sorpresa, uno a uno reconozco qué montaje lleva a cabo, cuál idiosincrasia va comiéndole hasta las entrañas. El otro día tuve ante mí a Aureliano Buendía, tal cual, vivo y entero como diciendo mírame, asómbrate, diviértete pedazo de imbécil, y yo lelo miraba, me asombraba y también me divertía en medio del prodigio a un palmo de mis frías narices. Ha pasado con Tiresias, el ciego augur de la Odisea, ocurrió con Oliveira, de Rayuela, y vi al escritor Nathan Glass, de Paul Auster en su Brooklyn follies, hacer y deshacer mientras me acercaba hasta la barra para pedir cerveza en un bar del centro en Quito. Por si fuera poco, reí a mandíbula batiente con las ocurrencias de infinitos personajes de Nazoa.
    Mi primo dice que lee libros, los mastica y saborea porque cada uno de sus días es la  magnífica alucinación de quien los inventó: un escritor al otro lado del espejo capaz de imaginarlo muy campante haciendo siempre esto que hace. Entonces fíjate -nunca jugaría con algo así- basta observarlo dos minutos para comprender, para corroborar perplejo cómo se materializa el ser que de golpe gana forma, identidad, carnadura y lugar en este mundo. Aquiles, La Maga, Jean Valjean, pónle el nombre que te dé la gana. Ahora que lo pienso es raro, pero lo anterior ocurre nada más en el plano literario, jamás vi metamorfosis parecida desde el cine, el teatro o series de t.v. Qué se le va a hacer.
    La otra vez le di uno de mis libros con la intención de averiguar qué iba a ocurrir. Ya en la mesa del café pues nada, no sucedió nada y lo peor fue que empecé a notar cómo de pronto se materializaba Samuel Riba, personaje novelesco de Enrique Vila-Matas que resultó el colmo del desprecio, de la humillación en el mero centro del ego literario. Callé, permanecí absorto en un silencio que casi se podía tocar y antes de apurar el último sorbo del americano grité, con toda la furia pertinente, que semejante individuo, un tipo como Riba, no le iba en lo absoluto, no le calzaba para nada, no le lucía de ningún modo posible. Es más, Riba era un fiasco, un fracaso tan rotundo como deplorable. Me llamó envidioso, falso, embustero, saco de mediocridad y otras lindezas. Arrojó un billete sobre la mesa y se largó.
    Volví a verlo hace poco, nos abrazamos como si nada y habló de un par de libros que en esos días releía con devoción. Entonces, poco a poco fue ganando nitidez el monstruo, una sombra al comienzo, especie de Frankenstein con retazos de Medea y el Satanás de Milton. Dejé las cosas como estaban y salí en volandas. Todavía hoy no he vuelto a saber de él.

7/16/2020

Webinar y otras alergias


    Las palabras, como ciertos hongos o mariscos, pueden producir alergias. Descubrirlas  en esas páginas donde retozan origina vómitos, alucinaciones, visión nublada y, en el peor de los casos, pérdida de la conciencia. ¿Te imaginas?, vas por la calle y entre silbidos de contento y sonrisas de alegría chocas de golpe con ese término y es imposible voltear, hacerte el loco, alejarte, impedir tragártelo como si fuese espina de pescado porque ya lo has leído, lo engulliste, sientes su paso por garganta, tórax, un peso muerto en caída libre hacia el tracto digestivo cuya forma de arruinarte el día apenas comienza.
    Identidad, por ejemplo. La identidad de los pueblos, la identidad de algunas minorías, la identidad que nos denota en el presente debido a la preservación de lo más propio. Menuda palabreja, hueca hasta la última molécula de nada en el vacío. ¿Qué diablos es la identidad?, ¿qué supone frente a un universo de humanidad súper complejo? Existe identidad en alguien, en lo individual: Juan es así, Martha es quizás asao, y se acabó. Cada vez que identidad abre las fauces y se cruza en mi camino para decirme cómo son los maquiritares, los escandinavos o franceses, saco mis pistolas, y las saco en vano, claro: quedan sin efecto gracias al letal veneno que se cuece en sus entrañas. Basta una mordida, apenas su aliento mortecino para que cefaleas vayan y vengan, jadeos incontrolables aparezcan, erupciones de la piel gocen a sus anchas.
    O temática, pongo por caso. Ya no hay temas que tratar, sólo temáticas. Vaya lío el asunto, la temática del calentamiento global, la temática del transporte universal a propósito de los combustibles fósiles, la temática de cómo duermen las hormigas. Tengo un amigo también alérgico que solía responder, cuando un despistado desenvainaba el sable para esparcir el término maldito, que “cada temática tiene su solucionática”, y punto, y adiós, a otra cosa, a otras palabras y horizontes.
    Las hay para cualquier antojo, existen en función de gustos que son colas de pavo real. Aperturar, tensionante, empoderar -mal gusto por donde lo mires- . Apertura la puerta, apertura la nevera, apertura esa boca. Juro por lo más sagrado que el espanto cabe completo en esas líneas. Un horror tal que de lo lingüístico pasa suavecito al cuerpo, como baba salida de película de Hitchcock, dejando a su paso trozos de sí misma que cuelgan de tus dientes, embadurnan el paladar, se te enredan en las manos y chorrean vientre abajo como pasta maloliente mientras anida en tus pies. Una realidad sin asidero cuyas causas, por si te interesan, hay que buscarlas en pleno corazón de nuestro particular modo de vida, indolencia, analfabetismo y mala fe.
    Y el último grito de la moda: webinar. Fíjate qué moderna y acorde con los tiempos. La otra vez hallé tal monstruo en la pantalla del ordenador y casi muero asfixiado. Webinar posee la facultad de ir engordando apenas roza con tu lengua, así que acabas por atragantarte sin tiempo para espabilar y huir horripilado. Mal de consecuencias todavía inimaginables.
    Lo cierto es que el lenguaje carga en sus espaldas más que fonemas, letras, párrafos e información. Identidad o temática, aperturar, empoderar y webinar, tú suma y sigue, alimentados por la pólvora del sinsentido haciendo juego con el mundo descocado en el que chapoteamos. En cuanto a mí, por razones médicas y de otros pelajes me mantengo al margen. Así que no me vengan con la identidad de la tribu tal del Amazonas o con aperturar la exposición de fulano, zutano, mengano y perengano. Menos con la temática del día. Y con webinar, el colmo de los colmos, paso para siempre porque ya se me termina la paciencia, llega a su fin el equilibrio y, para aprovechar las malas pulgas, acabo también de una buena vez este escrito.Tengan todos un bonito día.